DOMINGO XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO C
Primera lectura: Qohélet 1, 2; 2, 21-23; Salmo 89, 3-4. 5-6. 12-13. 14 y 17 (R.: 1); Segunda lectura: Colosenses 3, 1-5. 9-11; Evangelio: Lucas 12, 13-21.
La liturgia de este domingo nos confronta con una de las preguntas más decisivas de la existencia: ¿para quién vivimos? Las lecturas nos invitan a reflexionar sobre el sentido del trabajo, el valor de los bienes materiales y la auténtica riqueza del corazón humano. En una sociedad marcada por el consumo y el deseo de acumular, la Palabra de Dios nos sacude con fuerza para que volvamos a lo esencial.
El Eclesiastés —en hebreo Qohélet, que significa «el que convoca» o «el predicador»— es uno de los libros sapienciales más provocadores de la Escritura. El autor, escribiendo probablemente en el siglo III a.C., observa la vida con realismo casi doloroso. Su famoso lema «vanidad de vanidades», significa literalmente «vapor», «aliento fugaz», «ilusión que se disipa».
El sabio no desprecia el trabajo humano, sino que denuncia el sinsentido de un esfuerzo que no se orienta a Dios. «¿Qué provecho saca el hombre de todo su trabajo?» (Qoh 1,3). La conclusión no es el nihilismo, sino la invitación a vivir con conciencia de la caducidad y a reconocer que todo es don. Como enseña el salmo 89 que proclamamos hoy: «Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sabio» (Sal 89,12).
El Papa Francisco lo ha resumido así: «La riqueza no garantiza nada. Es más, cuando el corazón se apega a la riqueza, se convierte en esclavo» (Ángelus, 4 de agosto de 2019).
En la segunda lectura, san Pablo exhorta a los colosenses a vivir según su nueva condición bautismal. Al decir «han resucitado con Cristo», se refiere al hecho de que, por el bautismo, hemos sido insertados en la Pascua de Cristo (cf. Rom 6,4). Nuestra vida ya no está centrada en lo terrenal, sino en Cristo glorioso.
La expresión «revestirse del hombre nuevo» (Col 3,10) remite a la transformación interior que hace el Espíritu en el creyente. Pablo contrapone dos modos de existencia: uno dominado por los deseos desordenados —fornicación, codicia, mentira— y otro animado por el Espíritu, donde «no hay griego ni judío... sino Cristo es todo en todos» (v.11). Es una llamada a vivir la comunión y la verdad.
Como afirmaba el Papa Benedicto XVI: «Cuando uno pone a Dios en primer lugar, todas las demás cosas encuentran su justo lugar» (Homilía, 13 de septiembre de 2009).
El evangelio de san Lucas presenta una parábola exclusiva de su relato. La escena inicial —dos hermanos discutiendo por una herencia— refleja una situación común en la cultura judía, donde el primogénito recibía una doble parte (cf. Dt 21,17). Jesús, sin embargo, se niega a intervenir como árbitro legal y va al fondo del problema: la codicia.
El término griego que Jesús usa para definir al hombre de la parábola es aphron, es decir, «insensato», «sin entendimiento». Este hombre piensa solo en sí mismo, usa 13 verbos en primera persona del singular, y no menciona ni a Dios ni al prójimo. La frase «Alma mía, tienes bienes para muchos años» revela su ilusión de dominio sobre el tiempo y la vida. Pero Dios le responde: «Esta noche vas a morir».
Es la tragedia de quien pone su confianza en lo efímero. Como dice el Catecismo: «La avaricia es una forma de idolatría: convierte el dinero en un dios» (CEC 2536).
La enseñanza es clara: lo importante no es cuánto se posee, sino para qué se vive. El Papa Francisco, en Laudato si’, denuncia con fuerza el sistema que promueve el consumismo como estilo de vida: «La obsesión por un estilo de vida consumista… sólo podrá provocar violencia y destrucción recíproca» (LS 204).
Y Benedicto XVI advertía: «Una sociedad sin Dios es una sociedad sin rumbo… sólo la fe nos da la orientación para distinguir lo que realmente cuenta» (Discurso en Friburgo, 25 de septiembre de 2011).
Las lecturas de este domingo nos invitan a un sano desapego, no por desprecio de las cosas materiales, sino por una comprensión más profunda del sentido de la vida. Ser rico ante Dios es vivir con los ojos puestos en la eternidad, usar los bienes con libertad interior, compartir con generosidad, y saber que el tiempo es un don para el amor.
Por eso, queridos hermanos: no vivamos como necios. A cada uno de nosotros —padres de familia, jóvenes, trabajadores, adultos mayores— el Señor nos llama a formar un corazón sabio: uno que sepa discernir lo esencial, vivir con gratuidad, transmitir valores, cultivar la fe en familia, y no dejarse engañar por los ídolos de este mundo. Que nuestro mayor tesoro sea Cristo, y nuestro legado, el amor.
Amén.
P.d. Incluyo una reflexión anterior que puede complementar.
https://pmartinreflexiones.blogspot.com/2022/07/domingo-xviii-del-tiempo-ordinario.html?m=1

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