DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO C
Primera lectura: Habacuc 1, 2-3; 2, 2-4; Salmo 94, 1-2. 6-7. 8-9 (R.: 8); Segunda lectura: Timoteo 1, 6-8. 13-14; Evangelio: Lucas 17, 5-10.
El profeta Habacuc nos introduce en esta experiencia: ante la violencia, la injusticia y el aparente silencio de Dios, el creyente se atreve a preguntar: «¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que tú escuches?» Es el grito de quien sufre y, sin embargo, no deja de esperar. Y Dios le responde con una promesa: «El justo vivirá por su fe.»
El altanero confía en sí mismo, en sus fuerzas o en su poder; el justo, en cambio, confía en Dios incluso cuando no entiende sus caminos. Esa es la fe: creer que Dios sigue actuando, aunque no lo veamos claramente.
San Pablo, escribiendo a Timoteo, retoma ese mismo llamado a vivir de la fe. Le dice: «Reaviva el don de Dios que hay en ti.» La fe es un fuego que debe mantenerse encendido. No basta haber creído una vez; hay que renovar el sí de cada día. Y Pablo añade tres exhortaciones que nacen de esa fe viva:
«No te avergüences del testimonio del Señor», porque la fe es para confesarla públicamente.
«Toma parte en los sufrimientos por el Evangelio», porque la fe se purifica en la prueba.
«Vela por el precioso depósito», porque la fe es un tesoro que debemos custodiar con fidelidad.
Así entendida, la fe no es solo creer en algo, sino vivir desde Alguien: Cristo Jesús, en quien todo tiene sentido. Reavivar la fe significa volver al encuentro personal con Él, dejar que su Espíritu renueve en nosotros la confianza y el amor.
Y el Evangelio completa esta enseñanza con una súplica que nace del corazón de los discípulos: «Auméntanos la fe.» Ellos no piden más poder, ni más conocimientos, sino más fe. Jesús les responde con la imagen del grano de mostaza: una fe pequeña, pero auténtica, puede mover montañas. No es la cantidad lo que importa, sino la profundidad con que confiamos en Dios.
Luego, el Señor añade la enseñanza del servicio: «Cuando hayan hecho todo lo que se les ha mandado, digan: somos siervos inútiles.» No porque el servicio no valga, sino porque el discípulo reconoce que todo es gracia. La fe verdadera se traduce en humildad: sirve sin buscar recompensa, ama sin medir, confía sin exigir.
Vivir por la fe significa caminar con Dios incluso cuando el horizonte es incierto. Significa reavivar cada día el don recibido, confiando en que el Espíritu sostiene nuestra debilidad. Significa servir con humildad, sabiendo que todo lo bueno que hay en nosotros viene de su misericordia.
Pidamos hoy con sinceridad: «Señor, auméntanos la fe.» Que nos conceda una fe que sostenga en la prueba, que ilumine en la oscuridad y que se exprese en el servicio generoso. Y que su amor misericordioso —el que perdona lo que pesa y también lo que ignoramos— renueve en nosotros la alegría de creer y de servir.

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