DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO

Primera lectura: Proverbios 31, 10-13. 19-20. 30-31; Salmo 127; Segunda lectura: 1 Tesalonicenses 5, 1-6; Evangelio: Mateo 25, 14-30.

¿Ser como la mujer hacendosa 

o ser el empleado miedoso?

Hoy quisiera iniciar de un modo distinto, entendiendo las lecturas desde algunas partes de las oraciones. La antífona de entrada (lo primero que se dicen en la misa si no hay canto de entrada) nos recuerda que Dios tiene designios de paz y no de aflicción (Cf. Jeremías 29,11). Esto nos ayuda a mirar a Dios de un modo distinto. Dios es bueno, buenísimo, y no desea la aflicción de sus hijos. En la oración colecta (la primera oración de la misa) le pedimos a Dios vivir siempre alegres en su servicio y que en el servirle encontramos el gozo pleno y verdadero. Y en la oración post comunión (que se dice después de la comunión) le pedimos que por este memorial nos aumente la caridad. 

Dios quiere para todos nosotros el bien, la paz, la felicidad, el amor verdadero. Si vamos por la vida con estos “ingredientes” la vida de todos y cada uno de nosotros sería distinta. No juzgaría al prójimo desde mis criterios y desde lo que yo hago, no me erigiría como el centro de la realidad y procuraría rescatar lo positivo de cada uno, así el prójimo no haga exactamente lo que yo hago. Paz, bien, felicidad y amor es lo que hace distintas las cosas y la realidad.

Hago este preámbulo por que las lecturas de hoy nos presentan dos modelos: la mujer virtuosa y el esclavo sin iniciativa. 

La mujer de la que se habla en la primera lectura puede ser vista desde varías perspectivas según la traducción que se lea. Se habla de la mujer hacendosa, fuerte, virtuosa, ideal. ¿Qué es lo que hace que esta mujer esté adornada de estas características? La posesión de la sabiduría. Pero, en la línea de las lecturas del domingo pasado no hablamos de una sabiduría intelectual, sino de la posesión de la sabiduría personificada. Lo que nos hace hacendosos, fuertes, virtuosos e ideales es la sabiduría que nos viene del trato frecuente, amical y personal con quien es la sabiduría encarnada: Jesucristo. Vivir desde la sabiduría, vivir desde Jesucristo, nos da a prudencia para saber actuar en cada situación. 

En el Evangelio de hoy vemos algunos personajes llamativos: un amo y sus tres empleados. El amo se va largo tiempo. Esto también nos puede tentar a nosotros: confiarnos que el Señor tarde en llegar. Le encarga a cada empleado unos talentos: no hablamos de cualidades extraordinarias o facetas particulares, hablamos de una moneda del tiempo de Jesús. Un talento, en un primer momento, era una medida de peso (y de hecho, eso es lo que significa “talento”), pero luego pasó a ser el mayor valor monetario (Cf. M. Iglesias, Nuevo testamento, p. 151). Un solo talento era una gran cantidad de dinero. Actualmente un talento de oro vale 385 000 dólares (que podía ser un millón de soles). 

El amo no es ingenuo, le da a cada uno según su capacidad, a uno le da 5, a otro 2, y los dos prudentemente hacen que este dinero produzca. Lo importante aquí es ver cómo la prudencia les dicta que deben hacer “algo”, aunque sea algo pequeño, con lo que les confió el amo. Dios nos encarga este talento, lo que deducíamos de las oraciones que usamos en la misa de hoy: el bien, la paz, la felicidad, el amor. ¿Estamos haciendo algo porque eso crezca y de fruto? 

El tercer empleado es reflejo del miedo, de la poca iniciativa y la negligencia, de aquellos que no hacen nada por dar fruto, incluso de lo poquito que Dios nos encarga. Muchas veces actuamos así y por eso no damos el fruto, aunque sea mínimo que el amo, Dios, espera de nosotros.

Ya he comentado que en estos días que estamos contemplando el final de la historia. En la segunda lectura, se nos habla del “día del Señor” entendido también como el “día final”. El apóstol nos dice que “sabemos perfectamente” (v. 2) que llegará ese día y tendremos que rendir cuenta de nuestros actos, de lo que hicimos y no hicimos. No hay que alarmarnos por ese final, no hay que confiarnos en la “tardanza” del Señor, no hay que vivir en tinieblas, sino ser esos hijos de la luz, hijos del día (v. 5). Al final de nuestra vida y de nuestra historia Dios no nos va a preguntar por lo material o por los bienes que poseamos. Como diría san Juan de la Cruz “Al atardecer de la vida seremos examinados en el amor”.

¡Buen Domingo en la presencia del Señor!

P. Martín

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