SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO B
Hoy es un buen día para meditar
en la voz de Dios que nos llama permanentemente.
En la primera lectura, tomada del
primer libro de Samuel, vemos que él escucha la voz del Señor que lo llama. Hay
varios detalles bonitos que pueden descubrirse en esta lectura e iluminarnos.
El primero es que Samuel estaba acostado en el Templo. En la historia de las
diversas religiones y sobre todo en el judaísmo y en el cristianismo percibimos
en el Templo una especial presencia de Dios y más aún cuando leemos que Samuel
estaba acostado muy cerca del arca de la alianza, que resultaba ser para los
judíos un símbolo de la presencia de Dios en medio de su pueblo.
Samuel escucha tres veces la voz
del Señor. Aquí podemos preguntarnos cuántas veces escuchamos la voz de Dios
que nos habla pero que no reconocemos su presencia y su voz. En esas tres veces que
llama a Samuel podemos ver las veces que Dios de diversos modos nos ha llamado,
nos ha hecho percibir esa voz que nos jala a su presencia, pero que por la
inmadurez muchas veces no queremos reconocer. En esas tres veces podríamos
reconocer también tantas voces distractoras que se han apoderado del lugar de
Dios en nuestra vida y no nos han dejado escucharlo.
Dios no improvisa nada.
Finalmente Samuel comprende que era Yavhé quien lo llamaba. A veces nosotros
hemos tenido que hacer un largo camino para reconocer su voz y terminar
diciendo como Samuel: “Habla Señor que tu siervo escucha”.
Al final de la lectura escuchamos
que “Samuel crecía”: eso puede significar que uno, cuando escucha la voz del
Señor toma de las decisiones más serias y maduras, que uno va creciendo en
santidad, que uno se va haciendo adulto aunque la edad cronológica no vaya por
allí. En ese crecimiento de la mano de Dios vamos a ir cumpliendo su palabra
que nos dirige.
En el Evangelio de hoy, tomado
del primer capítulo de San Juan, sucede algo más grande: los dos discípulos no
sólo escuchan la voz del Señor, sino que experimentan su presencia en primera
persona “en vivo y en directo”. Ellos descubrieron al Mesías, al Cordero de
Dios. Juan Bautista lo presenta y los discípulos lo siguen. Le preguntan dónde
vive: porque los maestros, los rabinos, tenían un lugar dónde enseñar, pero se
quedaron con Él en un entrañable encuentro que recodaba muy bien Juan hasta con
la hora. Ese encuentro hizo reconocer la presencia de Dios en su vida y los
dispuso para dejarlo todo, seguirlo y anunciarlo a los demás.
Cuando uno se encuentra con Jesús
definitivamente deja todo, lo sigue y adecua su vida según voluntad.
Finalmente en la segunda lectura
vemos que San Pablo nos habla de la doctrina cristiana de la castidad. Hay una
frase bien clara y tan actual: “El cuerpo no es para la fornicación”. La
fornicación es el acto por el que dos personas solteras tienen relaciones sexuales
fuera del matrimonio. Muchas personas piensan que eso está bien, que es normal
y que pueden hacerlo porque todo mundo lo hace (razonamiento absurdo). Pero no
es así.
Yo quisiera rescatar tres
enseñanzas de esta lectura: 1) Hay que huir de las tentaciones carnales y
evitar las ocasiones de pecado. 2) Cuidar nuestro Templo del Espíritu Santo:
nuestro cuerpo es Templo de Dios. Desgraciadamente hoy se nos impone que somos
“dueños” de nuestro cuerpo y de ahí que se admiten diversos tipos de
barbaridades. 3) Valorar que este cuerpo que tenemos ha sido rescatado por
Jesucristo que, muerto en la Cruz, ha traído la salvación de nuestra alma y la
liberación del poder del mal.
Precisamente las lecturas antes
comentadas nos muestran que cuando uno escucha la voz de Dios y acepta su
llamado podrá crecer y vivir en santidad.
¡Buen domingo en la presencia de
Dios!
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