DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO C
Primera lectura: Sirácida 35, 12-14. 16-18; Salmo 33, 3-3. 17-18. 19 y 23 (R.: 7a); Segunda lectura: 2Timoteo 4, 6-8. 16-18; Evangelio: Lucas 18, 9-14.
En las lecturas de hoy aparece nuevamente el tema de la oración. Hoy en
concreto se nos invita a reflexionar cómo oramos. En la lógica del mundo se
piensa que los favores se pagan o se devuelven, y esos modelos, en algunos
casos, se quieren trasladar a la oración. Queremos “sacarle en cara” a Dios lo
que hemos hecho por Él.
La primera lectura nos presenta la oración del pobre. Dios no hace
distinción de personas o de circunstancias. Dios es justo y no puede ser
indiferente ante el pobre y necesitado. Por decirlo de alguna manera, no está
contento del sacrificio hipócrita donde le damos la espalda a los pobres. Es
más, en algunos pasajes de la Sagrada Escritura vemos que Dios revindicará el
pobre de todos los sufrimientos que han padecido en este mundo. Por ejemplo,
pensemos en las bienaventuranzas: “Bienaventurados
los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.” (Mt
5,3) o “Bienaventurados los que tienen
hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.” (Mt 5,6). También
en la parábola del Rico y el pobre Lázaro, cuando el padre Abraham le dice al
rico, ya condenado, que “Hijo, acuérdate
que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro también males; pero ahora este es
consolado aquí, y tú atormentado.” (Lc 16, 25). ¡Dios está del lado de los
pobres y los humildes!
Y la pobreza material nos va provocando una serie de actitudes interiores:
la confianza en Dios: sabemos que todo nos llegará por Él. Vivimos en un mundo
de seguridades por esfuerzo del ser humano olvidando que el Creador, Dios
Padre, nos dará aquello que necesitamos. La humildad: somos criaturas, Él es el
creador y quien permite todo. Sin Él no somo absolutamente nada. La esperanza:
todo lo esperamos, natural o sobrenaturalmente de Dios, desde lo más pequeño
hasta lo más grande y especial. Y así podríamos señalar otras más. Sin embargo
hay algo que tienen los pobres materiales que no tienen los que sí poseen: la
libertad de ser felices. Cuando uno vive embotado de dinero y cosas lamentablemente
pone su corazón en ello y se olvida de lo feliz que se vive siendo libre. Por
eso, cuanto menos tengamos, más libres seremos. Si hay que tener que sea para
vivir con dignidad y no dejarnos embriagar por las cosas ni por el dinero.
En el Evangelio de este domingo podemos ver dos actitudes contrastantes: la
oración de un fariseo, que le saca en cara a Dios lo que hace, e incluso, que
se pone por encima de los demás, como si sus solas actitudes bastaran para
ello. Por otro lado, está el publicano, un hombre que, con simplicidad, ha
conocido a Dios y solo le pide misericordia. El fariseo está embriagado de sus
logros y de las cosas que hace. Es como el rico de la parábola del pobre
Lázaro: ya recibió aquí la recompensa de sus esfuerzos. El publicano, aquel que
no era de los “escogidos”, solo contempla su pequeñez e implora la misericordia
de Dios. El publicano, que no se dedicó a sacarle en cara a Dios sus méritos,
salió de su oración bendecido y justificado, en cambio el fariseo salió de la
oración aumentando su autoengaño. La humildad, en este caso, nos invita a salir
de nosotros mismos, de ser quien debemos ser y hacer lo que tenemos que hacer.
La humildad nos centra y nos hace mirar a los demás antes que a nosotros mismos.
La oración humilde nos hace salir del engaño de una auto perfección y de
creernos superiores a los demás.
Es una larga carrera, como la de san Pablo. En la segunda lectura se nos
muestra el final de su historia. Hubo quienes lo ayudaron y quienes lo
perjudicaron, pero, luego de conocer a Cristo, él encontró la humildad y pudo
vivir haciendo su voluntad. La carrera que recorrió san Pablo es la de
conseguir hacer siempre la voluntad salvífica de Dios, la de anunciar la
Palabra de Dios en todo momento, de ayudar a los demás a que conozcan al Señor.
¡Ojalá que así sea nuestra propia vida! Que podamos decir como él al final de
nuestros días, con un “me salvará y me
llevará al reino del cielo” (2Tim 4, 18).
Que vivamos un domingo en la presencia del Señor, donde le pidamos la
gracia de la humildad, en el abandono confiado en Él, y le solicitemos tener la
fortaleza para vivir su santa voluntad.
Buen domingo y sigamos con los cuidados.
P. Martín
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