DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO C
Primera lectura: Amós 8, 4-7; Salmo 112, 1-2. 4-6. 7-8; Segunda lectura: Timoteo 2, 1-8; Evangelio: Lucas 16, 1-13.
Los textos de la misa de este domingo nos invita a reflexionar con profundidad sobre el sentido de nuestra vida cristiana, puesta bajo la luz de la Palabra de Dios y de su llamado a vivir en fidelidad.
Comenzamos con la oración colecta, que nos recuerda el núcleo de toda la ley divina: «Oh Dios, que has puesto la plenitud de la ley divina en el amor a ti y al prójimo, concédenos cumplir tus mandamientos...». Aquí encontramos el corazón del Evangelio: el amor no es un sentimiento pasajero, sino la forma concreta de vivir los mandatos de Dios. Cumplir la ley es amar; y amar a Dios necesariamente se traduce en amar al prójimo con obras de justicia, misericordia y respeto.
La primera lectura nos golpea con un aviso severo del profeta Amós, que denuncia la corrupción, el abuso y la injusticia social. Dios, a través del profeta, advierte: «No olvidaré jamás ninguna de sus acciones». Esta frase debe resonar en nuestro corazón. El Señor ve todo, incluso lo que intentamos ocultar. No es indiferente ante la injusticia ni ante la indiferencia hacia los pobres. Cada acción nuestra, buena o mala, queda grabada en la historia que Dios mismo contempla.
La segunda lectura, tomada de la primera carta a Timoteo, nos orienta hacia la vida concreta del creyente: «Para que podamos llevar una vida tranquila y sosegada, con toda piedad y respeto». San Pablo nos recuerda que la fe no es teoría, sino vida serena, vida reconciliada, vida en paz con Dios y con los hermanos. Y añade una verdad fundamental: «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad». El corazón de Dios es universal; nadie queda excluido de su deseo de salvación. Pero este anhelo divino pide de nosotros una respuesta clara: levantar hacia Él nuestras manos, «limpias, sin ira ni divisiones». La oración del cristiano debe estar acompañada de una vida recta, de gestos de reconciliación, de un corazón libre del odio y de la codicia.
El Evangelio nos presenta una de las parábolas más desconcertantes: el administrador infiel. Aquel hombre, acusado de derrochar los bienes de su señor, recibe el aviso: «Dame cuenta de tu administración». Esa misma palabra es para nosotros. La vida es una administración, no una propiedad. Todo lo que somos y tenemos —tiempo, talentos, bienes materiales, relaciones— nos ha sido confiado. Un día, el Señor nos pedirá cuentas. La parábola nos enseña que incluso este administrador, con astucia, supo asegurarse un futuro. Jesús no alaba su injusticia, sino su capacidad de pensar en el mañana. ¿Y nosotros? ¿Vivimos con esa astucia evangélica, orientando nuestras decisiones hacia la eternidad?
Más adelante, Jesús nos da una clave esencial: «El que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel; y el que es injusto en lo poco, también en lo mucho es injusto». Nuestra vida cristiana no se mide en grandes gestas, sino en la fidelidad diaria, en lo pequeño: en la honestidad del trabajo, en la justicia en los negocios, en la verdad de nuestras palabras, en el cuidado de la familia, en la caridad silenciosa. Allí se juega nuestra eternidad. Y la conclusión del Señor es clara y exigente: «Ningún siervo puede servir a dos señores... No pueden servir a Dios y al dinero». La idolatría de las riquezas, del poder, del prestigio, termina esclavizando. Solo Dios puede ser nuestro Señor.
La Palabra de Dios hoy nos ilumina con una enseñanza clara: vivir los mandamientos de Dios no es una carga, sino el camino hacia la libertad. Dios nos pide cuentas, sí, pero no para condenarnos, sino para recordarnos que hemos sido creados para amar y servir. La fidelidad en lo pequeño nos prepara para lo grande: la eternidad junto a Él.
Pidamos al Señor, con la misma oración que inicia la misa de hoy: que nos conceda cumplir sus mandamientos, amándolo a Él y al prójimo, con un corazón limpio, sin divisiones, sin esclavitudes, con una vida vivida en paz y justicia.
Buen domingo en la presencia del Señor.
P. Martín

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